No quería parecer insensata, pero todo apestaba.
Me subí a la micro, la misma de siempre y me idiotizaba pensar, en el olor a sudor, en la incomodidad, en la necesidad de tener que soportar que algún estúpido irrumpiera en mi espacio vital.
Las gordas que se suben y arremeten por el pasillo, sin ningún detenimiento, más que contonear y masajear su enorme figura sobre el resto de los pasajeros.
No soy una tipa fácil lo sé, pero aquel no había sido un buen comienzo, la ciudad estaba oscura, el frío me calaba los hueso, y ahí a las 7:30 de la mañana, preparada para comenzar mi día laboral ¿por qué? (yo quería dormir), imposiciones absurdas de la sociedad, de mis padres, de mis profesores, de mi pareja y toda esa maquinaria pesada que de pronto se cae encima, de manera permanente y por el resto de tu vida.
Seguía merodeando sobre la futura inutilidad de la jornada, claro, a las 8:30 tenía que estar frente a ese maldito computador con la cara llena de alegría y mi jefe ¿qué? seguramente estaría aún durmiendo o le estarían sirviendo el desayuno, a veces son injustas las circunstancias, pero eso no me consolaba.
Año tras año estudiando, hasta que me titulé, y ¿para qué? Casi cuento con el sueldo mínimo, y pagué hasta con mi alma…por cierto, la mía y de mis padres. Y aquí estoy, con la cabeza casi pegada al vidrio de esta micro asquerosa, la gente pisándome los talones, soportando el olor a “trabajo” y con los huesos adoloridos, aturdidos de frío, después dicen que la plata no hace la felicidad, un imbécil razonamiento, digno de gente poco inteligente.
La gente comienza a mirarme, mi cara de odio debe ser fatal y ¿que les importa?, ni siquiera soy libre de tener mis propios pensamientos en este estrecho lugar, es que además debo ser delicada y tener una sonrisa dulce porque soy mujer, ¡que mierda! Estoy iracunda, quiero gritar, miro al cabro de chico de al frente y le hace un escándalo a la incompetente madre que no es capaz de callarlo, y yo atentando contra lo que me queda de instinto materno siento deseos de ahorcarlo, de morderlo, de patearlo y sigue sin callarse.
Decidida opto por bajarme de la micro, prefiero caminar un par de cuadras que seguir con ese martirio.
Comenzó a llover ya nada podía ser peor, y yo que había tratado de esconder con maquillaje de mi cara de asco, ahora mi pelo se estropeaba, mi maquillaje se corría y todo por no tener un maldito paraguas.
Llegué al templo de la desesperanza, y cosa extraña ahí estaba, lo odié más que nunca, ni siquiera me dio el gusto ese día de odiarlo con razón, entré sigilosamente y una vez frente a él, esbocé una enorme sonrisa…“Buenos días Jefe, ¿Cómo amaneció?
Aporte de Francoise