Spiga

Boleto de ida.

Aquel congelado viernes de agosto ambicioné mil veces ser un héroe de época, pero Dios entrega sólo a pocos elegidos tal bondad en sus corazones, tanto que anteponen todo… hasta la propia vida por el prójimo. Con dos monedas guardadas como trofeos de guerra, que alcanzaban la alta exigencia de convertirse en un trozo de pan vacío acompañado del más económico jugo de melocotón, me aposté sobre las escalinatas externas del Terminal Ferroviario de Coquimbo. Aquella tarde noche se me antojaba todo ese bullicio de gentes y máquinas como un suspiro efímero, lo mismo que el sabor sin sabor de la miga entremezclada con aquel más bien deguste de agua dulce. Desde los enjutos peldaños gélidos de cementos podía observar con detenimiento microscópico, la maniobra exacta del armatoste Mercedes Benz ochentero en el andén numero siete. Con sus eternos dibujos seudoartísticos, inundando toda la carrocería. Imaginé por un segundo poder avizorar que bajo aquellas caracterizaciones pintorescas en la hojalata con ruedas, habría otros dibujos y bajo ellos otros más infinitamente, como una piel grasosa continua de formas e imágenes de mal gusto. Inequívocamente este era mi transporte, el que cercaría las últimas horas de mi destino.

La carretera se presentaba amable y casi vacía ante los ojos de todos, un cansado silencio se apoderaba un día más de los pasajeros del Bus con destino a Andacollo, en mi mano el boleto de ida, que hábilmente trataría de falsear por uno de retorno. El chofer no lograba evadir un segundo el impulso de fijar la vista en los senos firmes de la pasajera sentada en el asiento continuo a él en primerísima primera fila, ella entrenerviosa devolvía ocasionalmente miradas llenas de complicidad y apuro, como quien se apresta a sudar una eterna noche en las artes de la pasión carnal prohibida. La noche avanzaba con su oscuridad implacable. Sólo alcancé a percibir un grito único, aberrante y mi cabeza se azotaba contra los asientos y el techo, como sacos de goma nuestros cuerpos sin control alguno chocaban ensangrentados, unos segundos en caída libre desde la cuesta de San Antonio, parecía el infierno de las eternidadades. Luego se avino el sigilo inmaculado con unos nacientes lamentos casi apagándose entre las chamizas y rocas arrastradas hasta la quebrada profunda.

Como pude arrastré mi huesos por una ventana lateral rota, me deslicé suavemente sobre el cadáver de la mujer que coqueteaba con el conductor, aun podía sentir el calor de su cuerpo sin vida, su sangre impregnó mi pecho. El llanto de un bebé se oía desde lejos, pero no lograba ver nada, todo era un incesante sonar de lamentos de medios muertos. Imaginé volver por el pequeño angelito, pero no pude. El pánico se colaba entre mis venas mientras imploraba poder llegar hacia la carretera, sin mirar atrás. Me detuve y creí escuchar por última vez el llanto del pobre infante, entre las súplicas de diosito santo, virgencita ayúdame madre mía. No volví, y aún cuando nadie podrá saber jamás tan escabrosos detalles -que no me honran-, los recuerdos se encargan próvidamente de elevar la procesión de culpas, me oprimen entre las gentes, emergen como alucinaciones, en la mirada de mis pequeños que se distraen en la misa de los domingos.


Aporte de Eduardo Duarte.

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